El futuro de la evolución humana
Por Bruno Cardeñosa
Si el ser humano no acaba por colapsar el planeta, seguiremos evolucionando. Existe en cambio un viejo dilema al respecto, que enfrenta a quienes defienden que nuestra especie, el Homo sapiens, es la última y definitiva del proceso de evolución y quienes apuestan por que tendremos, en un lejano futuro, un nuevo aspecto físico muy similar al que imaginamos en los extraterrestres. Mundo Misterioso les ofrece la imagen de nuestros hijos evolutivos.
A media tarde, Pedro acudió a su pequeño huerto; la sequía, que golpeaba aquel verano de 1990 como no recordaban por aquellas tierras, obligaba a revisar cada día el nivel de las acequias… Y aquella tarde –afortunadamente- el líquido elemento, aunque poco, corría por ellas, consecuencia de las tímidas lluvias que horas atrás habían caído. Obligado era: Pedro Orós, de 71 años en aquel entonces, regaría la pequeña plantación hasta el amanecer… Doce horas después, pasadas las seis de la madrugada, su hermano acudió para relevarle.
Entretanto, algo extraño había ocurrido; y Pedro no pudo ocultárselo: “Esta noche ha venido una Luna muy rara y un hombre, con un resplandor, se ha puesto aquí, mirándome con esos ojos…”
El suceso ocurrió hace ya más de una década; exáctamente el 19 de julio de 1990, en Vistabella, una aldea próxima a Cariñena (Zaragoza). Sólo unas jornadas después de los hechos –y gracias a las pistas facilitadas por un vecino de la localidad, que observó una misteriosa luz en el cielo cuando el encuentro de Pedro Orós tocó a su fin- nos entrevistábamos con él por primera vez para que nos narrara un encuentro con un ser cuya apariencia –amén de su evidentente relación con los OVNIs- nos iba a recordar a un humano tal y como será dentro de millones de años.
Humanoides: ¿nuestro futuro?
“Serían menos de las tres cuando apareció… Era una Luna muy rara que se acercó hasta aquí”, nos expresó, con su lenguaje sencillo, carta de sinceridad, el veterano hombre de campo, que no es capaz de recordar en qué momento aquella luz esférica que comparaba con la Luna dejó pasó a la figura de un humanoide que se situó a muy poco metros de él, no más de cinco o seis, detrás de unos matojos, bordeando su huertecillo.
“¿Qué si lo pude observar con detalle? ¡Sí, si estuve toda la noche con él!”, exclamó Pedro cuando le preguntamos sobre las características del “intruso”. Y lo podemos atestiguar: a lo largo de todas las entrevistas mantenidas, la credibilidad de este buen hombre, a fuerza de no caer en una sola contradicción, fue ganando crédito. Según nos explicó, el humanoide, cuya cabeza aparecía rodeada por “un casco de luces”, permaneció en aquel lugar, “sin moverse, casi como un estatua”, por espacio de tres horas…
De acuerdo al testigo de los hechos, la cabeza de aquel ser “era parecida a la nuestra, pero tenía ligeramente la forma de una pera al revés y era algo más alargada que la nuestra, y su cara era de un color gris cenizo”. El resto de la descripción del misterioso humanoide encajaba con la de un humano más evolucionado que nosotros: “Su ojos eran más grandes que los nuestros, saltones, algo separados y levantados hacia arriba, de un color verde negruzco… Su nariz más pequeña y más chata… los labios más gruesos que los nuestros… barbilla muy poco destacada… de cuello ancho, recio de hombros… medía un metro y ochenta centímetros.”
El misterioso individuo se había situado sobre un estrecho camino que se encuentra bordeando el huerto de este sencillo hombre de campo, que trató de proteger sin mostrar atisbo de miedo: “Primero creí que venían a llevárseme el agua, y luego que era una aparición celestial… Pensé que había llegado el momento de morirme.”
Nuestro hombre no detuvo su labor, mirando de vez en cuando al incómodo “vigilante”, a veces fijamente –“mientras no me molestaba la luz que emitía”, la cual parecía iluminarle formando un cono-, a veces de reojo, que permaneció ahí el resto de la noche, “hasta que comenzó a clarear”. Entonces, al dirigir su vista nuevamente hacia la “estatua”, ya no vio más que una esfera luminosa desapareciendo entre las montañas, justo por el mismo lugar desde donde había surgido la falsa Luna.
Ese día, como ya refería, uno de los vecinos de Vistabella vio una esfera luminosa de procedencia desconocida que, pasadas las seis de la madrugada, le persiguió mientras circulaba en coche. Horas antes, otra esfera, o quizá la misma, fue vista desde Zaragoza por varios testigos. Todos ellos, y en especial Pedro Orós, resultaron ser dignos de crédito y demuestran que esa noche, y esa madrugada, los OVNIs estuvieron presentes en los cielos y… quién sabe: ¿era el ser observado por Pedro Orós uno de sus tripulantes, acaso un visitante de otro mundo?
Si así era, y aunque entremos en el terreno de la especulación, podemos deducir que pertenecía a una humanidad mucho más avanzada que la nuestra pero muy similar a la que habita la Tierra, como denotan sus características antropomorfas y morfológicas. Y esa humanidad, sin lugar a la duda, habrá cumplido un proceso evolutivo similar al nuestro, sólo que mucho más prolongado en el tiempo. Es decir: probablemente, éste y otros humanoides asociados a OVNIs (si es que los OVNIs tienen procedencia extraterrestre) son humanos más evolucionados biológica y antropológicamente que nosotros y, por tanto, su aspecto puede ser similar al que nosotros tengamos dentro de uno, diez o cien millones de años, si es que para entonces aún no hemos podado la vida en el planeta. En cierto modo, esos humanoides son nuestro futuro.
Evolución constante
Hace casi 65 millones de años, nuestros antepasados biológicos eran unos animales similares a las ardillas; luego aparecieron las primeras formas primates, de minúsculo tamaño. Poco a poco, los lemures crecieron y su aspecto se humanizó. Y así, hace unos seis millones de años como mínimo, uno de aquellos antropoides –el eslabón perdido- bajó de los árboles, su medio de vida prioritario, y comenzó a desplazarse sobre dos piernas.
Posteriormente, el árbol evolutivo se diversificó y habitaron, especialmente en África, diversos géneros de homínidos que hace dos millones de años protagonizaron un salto evolutivo espectacular: el ser humano pasó a ser más alto, su cráneo e inteligencia mayor, su columna se volvió más erecta… Hasta que unos 150.000 años atrás apareció, tras una serie de mutaciones repentinas y muy locales, el Homo sapiens, la especie a la que pertenecemos.
Los científicos creen, al menos así lo han señalado buena parte de ellos, que nuestra evolución biológica ha finalizado. Esta cuestión es profundamente debatida; la razón fundamental de ello es que la teoría de la evolución es una ciencia histórica que sólo puede describir el pasado y no predecir el futuro, al estar condicionada la evolución por factores externos al hombre (cultura, medio ambiente, recursos…) o por mutaciones, azarosas e imprevistas en la mayor parte de los casos.
¿Fin de la evolución?
No obstante, provincianismo o no, muchos de los estudiosos de la evolución creen que somos la especie cumbre del proceso que iniciamos hace millones de años: “La actual especie humana es una especie definitiva… Manipulamos el entorno para no tener que cambiar nosotros: evolucionamos culturalmente para no tener que hacerlo biológicamente”, asegura Jaume Bertranpetit, de la Universidad de Barcelona. Su opinión es respaldada por otro experto español, Eudald Carbonell, uno de los implicados en los descubrimientos de Atapuerca: “El Homo sapiens es el final de una rama de la evolución. Después de nosotros no habrá ningún homínido más.” Lo dicho: provincianismo.
En cambio, existen determinados indicios como para pensar que somos un eslabón más en un proceso evolutivo cuya conclusión desconocemos. En primer lugar, cabría señalar lo que Alberto y Piero Angela explican en su obra La extraordinaria historia de la vida (Grijalbo, 2000). Nos proponen un juego: imaginar que toda la historia del planeta, nada menos que 4.000 millones de años, puede concentrarse en un solo día.
De este modo, los primeros seres vivos –y ojo, hablamos sólo de bacterias que surgieron hace 3.500 millones de años- aparecieron el 14 de febrero del imaginario año. Aún así, deberíamos esperar toda la primavera, el verano y parte del otoño para que sobre la Tierra se desarrollara el primer ser vivo pluricelular: una esponja que nació el 27 de octubre. Un mes y dos días después, aparecieron los anfibios y reptiles, mientras que los dinosaurios surgieron un 10 de diciembre y desaparecieron –bendita casualidad- el día de Navidad. Y aún habría que esperar a las 19.30 horas del 31 de diciembre para encontrar el primer homínido, mientras que el Homo sapiens surgiría a las 11.40 horas de esa misma Nochevieja. ¿Qué quiere decir esto? Sencillo: la especie a la que pertenecemos sólo lleva aquí veinte minutos si consideramos que la historia de la Tierra puede resumirse en un año entero. En resumen: no somos nada.
Y en conclusión: pensar que hemos culminado nuestro ciclo evolutivo sin prueba alguna, en función de la supuesta longevidad de la especie, resulta más que atrevido: “No creo que evolucionemos más porque la cultura bloquea esa posibilidad pero… ¡somos tan jóvenes!”, suspira Richard Leakey.
El humano de un tiempo por llegar
Además del desciframiento de genoma humano, que permitirá una modificación en nosotros si a ello nos decidimos, sobra señalar para afirmar que estamos en permanente evolución un hecho: si desde la aparición del Homo sapiens hasta ahora, los humanos hemos evolucionado y variado nuestro aspecto, antes o después, el Homo sapiens se convertirá en una especie más en la cadena dejando paso a otra. Ahondaremos en esta posibilidad.
El tamaño del hombre está disminuyendo, como han descubierto investigadores de la Facultad de Medicina de Baltimore. En su estudio, los expertos indican que los cromañones de hace 35.000 años eran un 13 % más grandes que nosotros, mientras que su cráneo lo era un 10 % más, lo que significa que la relación craneo-cuerpo, que es como se mide la inteligencia, ha mejorado. Esto nos marca una tendencia: el ser humano tiene cada vez una mayor capacidad craneal en un cuerpo menor.
Tanto es así que el experto Robert Clarke, del Centro Nacional de Investigaciones Científicas de Francia, afirma que en el futuro seremos macrocéfalos, y que nuestra imagen, especialmente nuestro rostro, irá poco a poco asemejándose al de los alienígenas de las producciones cinematográficas de Hollywood, o a los que retratan miles y miles de testigos, aunque sin llegar a los extremos morfológicos que describen estos.
Y no le falta razón, porque la tendencia natural, a la hora de desarrollar una mayor inteligencia, es y será el aumento de la capa cortical y del lóbulo frontal. Nuestra frente, por tanto, será mayor y nuestras mandíbulas menguarán, curvando el rostro humano y, a grandes rasgos, provocando que nuestra cabeza tenga la forma de una pera… Tal y como Pedro Orós, y muchos otros testigos de encuentros cercanos con humanoides han asegurado a los investigadores.
El aumento del tamaño del cráneo provocará una consecuencia no prevista en principio: los partos se adelantarán, lo que provocará un alargamiento en los periodos de vida de una persona, de modo que la infancia y la adolescencia durarán más tiempo, con lo que llegaremos a la etapa adulta más tarde de lo que lo hacemos ahora. Este hecho provocará consecuencias sociales y culturales, como por ejemplo el hecho de que el periodo de aprendizaje del ser humano será mucho mayor.
Este cambio que aguarda probablemente al ser humano quizá nos desaliente. Al fin y al cabo, consideramos nuestro aspecto privilegiado. Y un cráneo al estilo ET nos disgustaría. Pero por el contrario nos convertiría en seres más inteligentes; mucho, mucho más inteligentes. Y con ese aspecto u otro similar alcanzaremos lo que Teilhard de Chardin llamaba el Hombre Omega, estadio evolutivo posterior al Homo sapiens y que este jesuita, teólogo y paleoantropólogo consideraba la culminación de la evolución, un proceso que aun con su extensa formación científica consideraba dirigido por una fuerza superior.
El Hombre Omega será un superhombre. En lo físico, respecto a su adaptación al medio, pero sobre todo en lo intelectual. Si algún día llega a existir, será tras haber atravesado un momento crítico –“punto omega”- en el cual la evolución en el espectro de la biosfera pasará a un segundo plano, porque se producirá fundamentalmente en el espectro de la noosfera, término que acuñó De Chardin para denominar el reino de la mente y las percepciones.
El “punto omega” está a la vuelta de la esquina, pues nos encaminamos hacia la Sexta Extinción. Si el ser humano quiere progresar en su evolución, no tendrá más remedio que poner fin a muchos problemas a los que se enfrenta, en especial al más desestabilizador: la superpoblación. Veamos. La Tierra tiene recursos para alimentar sin problemas a una población de algo más de 15.000 millones de habitantes. Ahora somos un tercio…
Sin embargo, de proseguir con el ritmo de crecimiento actual, dentro de 50, a los sumo 60 años, nuestro querido planeta azul será el hogar de entre 10.000 y 12.000 millones de habitantes. Será el momento crítico, al que los expertos llaman “crisis del ecosistema terrestre”. ¿Lo superaremos? Si lo hacemos, el Homo sapiens iniciará una etapa de desarrollo cultural y biológico –en parte impulsada por el dominio de la genética- sin precedentes, en donde los cambios y mutaciones que ahora se advierten encontrarán por fin una vía de escape.
Somos mutantes
El pasado año, investigadores de la Universidad de Cambridge dieron a conocer un singular descubrimiento: numerosas personas en todo el mundo han pasado a tener visión en cuatro colores, al contrario que en el resto de los humanos, que vemos en combinación de tres. Estas mujeres son capaces de percibir con sus ojos matices y tonalidades que el resto de los mortales no podemos siquiera imaginar. Es como si nosotros viéramos una imagen en vídeo y las mujeres localizadas por los investigadores de Cambridge vieran la misma imagen en DVD.
Estas mujeres han “sufrido” una mutación imprevista, pero beneficiosa. Y por tanto, será favorecida por la Naturaleza. Algunos de sus hijos heredará ese don; si ellos no lo hacen, serán sus nietos, o sus bisnietos. De este modo, dentro de unos cuantos cientos de generaciones serán miles las personas capaces de ver en cuatro colores. Y con el tiempo, la llamada tetracromía será propiedad de todos nosotros. Ya no es ficción: eso ocurrirá, y será sólo una de las muchas mutaciones que sufriremos.
El gran dilema al que nos enfrentamos ahora es el hecho de que nosotros podemos provocar gracias a la ingeniería genética las mutaciones que deseemos con el objeto de buscar adaptaciones a diferentes medios para el futuro del hombre. Por ejemplo, al espacio: “Los que se vieran obligados a huir de la tierra hacia el espacio exterior, controlarían avanzadas técnicas para adaptar la especie a otro mundo y colonizar el espacio, en tanto, los que siguieran en la superficie, expuestos a las radiaciones, desarrollarían caparazones protectores”, asegura Jesús Amador, investigador nicaragüense.
Y es que como bien asegura el maestro de la ficción Issac Asimov: “Por primera vez en la historia, los hombres controlamos los rudimentos de modificación genética de los seres vivos.” Y así, al futuro de la especie humana le aguarda una evolución natural, junto a una artificial que nos permita vivir mejor en el mundo que ha de llegar.
Retrato robot del hombre del futuro… dentro de millones de años.
Si la evolución biológica y morfológica de la especie humana no se detiene, nuestro aspecto en el futuro no variará en lo esencial, pero se registrarán modificaciones que parecen encaminarnos a una imagen similar al icono que tenemos en la sociedad moderna de los supuestos extraterrestres. Aún con todo, la evolución no es predecible (¿Quién nos asegura que la integración con las máquinas no sea superlativa y seamos en el futuro hombres biónicos?) y el conocimiento del genoma humano la afectará de un modo u otro. Lo dijo Stephen Hawking, el ilustre físico teórico, en su última visita a España: “El siglo XXI conocerá seres humanos modificados genéticamente”. Aún así, y sin entrar a predecir dichas modificaciones, una posible evolución morfológica del hombre obraría los siguientes cambios:
*Cabeza: Será más grande en un cuerpo más pequeño que el actual, pese a que la tendencia en las últimas décadas, en los países desarrollados, sea la contraria. Hemos de señalar, no obstante, que el aumento de la capa cortical y del lóbulo frontal hará que ese incremento de tamaño sea más visible en la parte de la frente. Ello provocará la reducción de las mandíbulas y una curvatura mayor en el rostro. En conjunto, nuestra cabeza adquirirá la forma de una “pera” invertida.
*Pelo: Desde hace varios miles de años ha perdido totalmente la función original que tenía: regular la temperatura del cuerpo. Por tanto, acabará desapareciendo, tanto de la cabeza como de otras partes del cuerpo, salvo el vello que cumple una función sanitaria.
*Cejas: No se perderán, pues seguirán cumpliendo su función: proteger los ojos.
*Orejas: En el ser humano, a diferencia del resto de los primates, no disponen de movilidad, y por tanto, no sirven para localizar sonidos. Así, el proceso de selección natural tenderá a hacer desaparecer o empequeñecer el pabellón auditivo; no así el oído, por supuesto.
*Ojos: nunca desaparecerán, pues son junto con el cerebro los órganos cognitivos más importantes. Eso sí, para permitir una mejor capacidad de visión se volverán más grandes, tanto las cuencas como los ojos y las pupilas en sí. Los ojos claros tenderán a desaparecer.
*Nariz: su función sensorial no se perderá, como tampoco su importancia reguladora de la temperatura, pues en realidad son cámaras refrigeradoras. Aún así, gracias a los avances sociales y culturales, perderán algo de su segunda función y por tanto disminuirá su tamaño.
*Color de la piel: La tez blanca, fruto de la selección natural y de la tendencia genética del siglo XX, irá desapareciendo. Con el paso de los milenios se volverá más parduzca, casi grisácea, y más fina y porosa. Ello también es consecuencia de la presumible menor ingesta de agua en el futuro.
*Abdomen: perderá tamaño y con el tiempo, y la alimentación, de no producirse un colapso en los recursos que provoque un diametral cambio de dieta, también provocará la pérdida de varios metros de intestino.
*Pecho: aunque quizá se pierda un pulmón, este será grande, ocupando casi el espacio de los dos pero en una caja torácica mayor, pues requerirá más potencia para extraer la cada vez menor cantidad de oxígeno existente en la atmósfera.
*Brazos: se podrían perder algunos de los cinco dedos de las manos. Todo dependerá de nuestra integración con la tecnología, pero la función de apresar objetos seguirá siendo básica, y por tanto pulgar, índice y medio son los que más posibilidades tienen de subsistir. En general, los brazos serán más finos y gráciles.
*Piernas: algunos huesos desaparecerán, como por ejemplo el peroné. Nos sobrará con un hueso sustentador en la parte baja de la pierna, ya que además nuestras extremidades inferiores serán más delgadas, aunque ganarán en flexibilidad.
*Grasa: se perderá gran parte, al no ser necesaria para preservar el calor.
*Órganos: algunos de los que ahora tenemos por duplicado desaparecerán, como por ejemplo los pulmones o los riñones. Nos bastará con uno. También desaparecerá el apéndice.
La otra hipótesis: nos convertiremos en anfibios
“Un examen cuidadoso revela que en nuestras espaldas, las dirección de los delgados vellos que aún nos quedan difieren de forma asombrosa de la de los monos. En nosotros, apuntan diagonalmente hacia atrás y hacia adentro en dirección a la espina dorsal, lo que parece una modificación exáctamente ideada para reducir la resistencia al agua”, afirma Desmon Morris en su obra El mono muerto (1967).
Su hipótesis –“pasada por agua”, ironizan los críticos- sostiene que hace cientos de miles de años, los ancestros humanos fueron anfibios durante un tiempo. Sólo así se explica que el Homo sapiens sea el único mamífero de entre los 4.327 catalogados que no disponga de vello corporal a modo de sobrepiel, excepción hecha de los que disponen de coraza o alas protectoras.
La hipótesis de la existencia en el pasado de un Homo aquaticus tuvo cierta consideración en el ámbito académico en los años ochenta. Hoy ya no la tiene, pese a haberse descubierto la capacidad innata de los bebés cuando nacen para desenvolverse en el agua, incluso justo en el momento del parto. Aún así, todos los datos parecen demostrar cierta capacidad que tenemos cierta dote per se para desenvolvernos en el medio acuático.
Y quizá, en el futuro, dicha propiedad sirva para propiciar un salto evolutivo. Leamos a este respecto las palabras del comandante Jacques Cousteau: “El hombre será modificado para acceder al espacio y a las profundidades marinas. Se llenarán los pulmones de un líquido neutro incomprensible y se inhibirán los centros nerviosos que rigen los movimientos respiratorios; una derivación sanguínea que pasará a través de un cartucho químico asegurará directamente la oxigenación de la sangre y la eliminación del gas carbónico.”
El desaparecido investigador y rastreador de enigmas del pasado Robert Charroux no disiente en lo más mínimo del genial científico francés. Y va más allá, señalando nuestra naturaleza marina: “Es la condición que tenemos en el vientre de nuestra madre”, asegura antes de concluir: “El hombre tiende, en suma, a volver a ser pez”.
Y es que Charroux es de esos heterodoxos que perciben una segunda lectura en las especiales capacidades del delfín, porque apuesta por un origen común para estos mamíferos marinos y para los hombres. Sabemos que los primeros descienden del creodonte, un anfibio del que conservó su esqueleto, embriones con patas, caderas y vértebras, rasgos distintivos de los humanos.
A esta característica hay que añadir la extraordinaria similitud entre los fetos de ambas especies, que en opinión de Charroux tomaron rumbos divergentes. Por todo ello, el ser humano podría, gracias a la intervención humana, o gracias a condicionantes ambientales que obligaran a la selección natural a ello, convertirse nuevamente en un ser anfibio.
¿Seremos como los extraterrestres?
“Los visitantes son nuestro futuro”, asegura el escritor Whitley Strieber, un conocido autor norteamericano de best-sellers que en 1985 aseguró haber sufrido varios encuentros con visitantes de otros mundos. Los seres que el vio eran macrocéfalos, tenían las extremidades muy delgadas y su rostro mostraba grandes ojos pero minúscula boca, nariz y orejas.
Es decir, en parte tenían el aspecto que según la biología evolutivo podemos adquirir los humanos dentro de millones de años.
Los estudios científicos efectuados partiendo de los datos de encuentros con humanoides concluyen que un 63 % de ellos, de acuerdo a los relatos de los testigos, miden menos de 1,60 metros.
Esa misma estadística, efectuada por el brasileño Jader U. Pereira sobre una base de 230 casos, señala que un solo el 15 % de los humanoides superaba los dos metros de altura. Las conclusiones, confirmadas también por el físico James McCampbell sobre 217 casos similares, certifican el hecho de que los supuestos extraterrestres son por norma general más bajos que nosotros, algo que la prospección evolutiva humana predice para nuestro lejano futuro.
Otra de las predicciones hacen alusión al color de la piel, que se tornará, según dichas investigaciones, más oscura, adquiriendo tintes grisaceos. Pereira estudio 77 casos en los cuales los testigos describían la tonalidad de los visitantes: en 28 dijeron que eran blancos, y en otros 28, grises. El resto ofrecieron otro tipo de valoraciones.
Otro estudio viene también a confirmar que los humanoides son como nosotros seremos. Lo efectuó el investigador galo Eric Zurcher, en su obra Las apariciones de humanoides. Tras estudiar varios cientos de casos, distribuyó los humanoides en ocho grupos diferenciados. El más importante de ellos, con un 33,80 % de los casos, responde grosso modo al patrón previsto por los evolucionistas para el posible futuro de la especie humana: estatura por lo general baja, cráneo mayor de lo normal, extremidades finas y boca, nariz y orejas ligeramente atrofiadas.
El otro grupo con más representantes en el completo estudio de Zurcher, con un 16 % de los casos, es aquel que presenta rasgos humanos normales. Por tanto, también el estudio de este investigador abunda en lo que hemos afirmado: los presuntos extraterrestres son muy similares a lo que biológicamente podemos esperar de nosotros mismos para dentro de unos cuantos millones de años.