martes, 28 de febrero de 2017

Lo que contó la monja en el lúgubre convento de las Capuchinas


La leyenda se inicia en un lúgubre convento, el de las Capuchinas; en el siglo XVII, cuando aquella casona sombría estaba rodeada de un alto muro, ¡cuántas cosas misteriosas sucedieron en aquellos recios conventos; hechos que quedaron encerrados tras sus altos muros!

El convento estaba precisamente en la calle llamada de Capuchinas, hoy Venustiano Carranza; durante la época de la Colonia, esta calle era triste, estrecha, ensombrecida por altos edificios conventuales… ¡y el silencio!.

Ahora que ya conocemos el convento, quiero hablarles de una colección de los terribles instrumentos que utilizaban las monjas en sus disciplinas conventuales, ¿piensan que hay hoy una mujercita, capaz de resistir un cinturón de garfios acerados, torturando sus carnes? o ¿podría asegurarme una chica de hoy, poder recibir veinte latigazos?, claro que no, y menos podrían aceptar que había tremendos castigos, como ¡cortarle la lengua a una monja! ¿lo creen?

Escuchad pues la leyenda que con gran verdad y sentimiento, escribió la vieja monja Salustina; se refiere a lo que ocurrió en el convento, de las dulces madres capuchinas.

Se trata de un suceso envuelto en el misterio, que con notas de terror y de salterio nos ha dejado la colonia. En fila procesional iban las monjas; la luz de sus velas las bañaba en oro; los claustros ha tiempo estaban en las sombras; y ellas, calladas y tenues, iban hacia el coro… descalzas, sin choclos ni escarpines; con la vista al suelo misteriosas; por los muros, en que había pintados querubines, se iban untando aquellas religiosas, ¿qué ceremonia ritual se celebraría a esas horas?, ¿por qué las mandaban formar las superioras?; en medio del recinto abovedado, próxima a ser escarnecida y flagelada, yacía dulce y demudada novicia al frente del Cristo Ajusticiado…


La Madre Superiora se adelanta, y leyendo un viejo papel garrapateado, grita en una voz que insulta y canta, que van a castigar a Sor Mirtel por un pecado; en los ojos de las novicias hay miedo y azoro, y al sentarse en la alfombra sillería, que es como de un teatro de elevada galería, ven que no solo para cantar sirve el coro y acto seguido, sobre esa carne virginal y pura, caen azotes, que causan dolor y amargura; así se azotaba solo a los galeotes; la monja resiste los tormentos más cuando los golpes se tornan más impíos, salen tristes lamentos de sus labios fríos; se azotan con temor escapularios, la monja vieja azota con inquina y la luz de inquietos tenebrarios, cae una y otra vez la disciplina; y al fin todo termina, yace la novicia sobre el suelo y sin que nadie se apiade de ella, muestra como Jesús, una llaga en el costado.

Se tornan a bajar esos espíritus cristianos; y en la fría y silenciosa lobreguez, solo se acierta a ver temblor de manos y en los rostros mortecina palidez; saben que antes de maitines como sucede miércoles y lunes, las monjas solían rodarse en unas plantas espinosas que eran puestas en el piso; y una a una, las monjas que violan las duras leyes conventuales sufren dolores sin recato, mientras piensan en cosas celestiales; más amanece y termina aquel calvario, felices las monjas capuchinas van cada mañana al confesario como parvadas de alegres golondrinas; después llega la tarde, brilla el oro tras las montañas, ya no arde el sol, por lo que las monjas van al coro musitando triste letanía se acomodan, y hay en su rostro, y en sus manos luz de luna cuando llenan aquella sillería, suenan entonces voces de oro, junto al cascado canto de las viejas y de esos cantos, hay uno muy sonoro, que tiene mucho de dolor y quejas, pero a pesar de todo era una voz muy hermosa, pero por más que las monjas buscaban la voz angelical, jamás descubrieron a su dueña; y después de tanto investigar, un día, la madre juró que contaría a las monjas al bajar y que sorpresa se llevaría que cuando terminó eran 67 novicias, siendo que deberían ser 66; acto seguido corre a avisarle del recuento a la vieja abadesa del convento, sorprendida, pensó que era un error de la hermana y le pidió las contara otra vez al otro día.

La noche siguiente fue de azoro y de temor general, pues la dulce voz fantasmal, volvió a escucharse en el coro; con que emoción, con que ternura, ¡que tesitura tan bella!; terminada la hora del coro la vieja monja se situó en la puerta y con cuidado contó; trémula cual si hubiera visto llegar su hora, fue a la madre superiora, a repetir la noticia y la primera le juró a la segunda haber visto en la fila sor Luisa del Sacramento, la cuál había muerto años atrás; la superiora, pensando que la madre había alucinado la mandó a sus aposentos y rezara unas oraciones, quedándose la superiora nada serena.


A la mañana siguiente, la madre escuchó una voz que de murmullo y encanto tornábase en llanto y en queja a Dios, y cuando ya iban a bajar del coro se fue hasta la puerta y se dedicó a contar y para salir bien de dudas, la abadesa testaruda siguió a las novicias a sus celdas, hasta que vio a una que no entró a sus aposentos, sino que se siguió a lo largo de un pasillo largo y oscuro; resultó ser cierto que sobraba una monja, que toda unciosa y silente, se alejaba por la fuente, bañada de luz de luna; parece que no camina, como tenue lampadario, va la monja capuchina ¡se oye el rumor de un rosario!. Para aclarar el misterio la madre la sigue y ve que cruza la reja del panteón; es noche tranquila; y hay penumbra en el huerto y a lo lejos una esquila parece doblar a muerto, la novicia misteriosa llega al camposanto y entonces un llanto de dolor y de tristeza la abate, se detiene ante una cruz, y la abadesa decide, bajo la luna y su luz, preguntarle si era del mundo de los vivos ó los muertos.

La monja desconocida comenzó a hablar con su voz que sonaba a salterio, queda, dulce, argentada, más no se aclaraba el misterio ¿quién era esa novia con la cabeza inclinada? La abadesa decidida, sin ninguna dilación, decide tomar medidas para una declaración, entonces la monja comienza a relatar su triste historia: en vida, tan hermosa como huraña y llena de liviandades, a mil hombres de Nueva España, burló con frivolidades, no hubo mujer pizpireta y coqueta, ni con mayor desenfado, engañó a más hombres mujer alguna; les mostraba ternura y les fingía gran cariño, amándola con locura; heridos de amor y con celos y por ella llorando, despachó a muchos hombres, algunos no pudieron con la pena y se suicidaron, de repente su vida dio un repentino giro cuando un apuesto caballero, llamado Pedro Lastey que tenía bruscos modales con sus criados; la mujer loca de amor le envió una carta y al día siguiente unos regalos, pero a pesar de todo el la ignoraba, desesperada le enviaba cartas, cartas y más cartas; hasta que un día fue a buscarlo a su casa, la mujer nada consiguió más que rechazo y humillaciones. Con el corazón roto se fue a su casa, y por tres meses se la pasó encerrada sufriendo por aquel amor no correspondido. Un día fue a la iglesia a confesarse, viéndola todos por primera vez con los ojos anegados en lágrimas; y casualmente ese mismo día su amado se casaba en el templo de la Profesa, viendo que se festejaba con mucha pompa; triste se fue la muchacha a su casa, sabiendo que ya no tendría esperanza alguna, se fue a su casa llorando su desventura, a tal punto que un día para olvidar se sumió en el vicio y en los excesos, sin encontrar consuelo en brazos de otros hombres; decidió un día ir a tocar las puertas del convento, entregándose a la fe cristiana, pero aún así ella seguía pensando en aquel doncel y para expiar su culpa todas las noches se sometía a severos castigos en su celda, los cuales eran los latigazos y revolcarse en espinas e incluso quemarse las manos con una bujía. Un día le rogó a Dios se la llevara de éste mundo para no sufrir más y dicho y hecho, a los pocos días cayó víctima de una enfermedad y murió en diciembre de 1670; y así terminó su relato la monja pecadora de desacato.


La muerta en aquel momento deja de estar inclinada y al lanzarle una mirada, grita la abadesa al ver su rostro descarnado, le otorgó en perdón y rezó por el descanso de su alma, pensando que así obtendría su descanso eterno, pero dice la leyenda, que hasta el año 87, fueron las monjas del coro, 67. ¿Cuándo dejó de penar la fantasmal capuchina?, no lo llegó a comprobar la escribana Salustina, ni ella ni nosotros; aún en éste siglo, hay quienes juran que en la mitad de la calle de Venustiano Carranza, donde antes se levantó el coro…

Se aparece sor Luisa, la monja pecadora ¿Quieren comprobar esta leyenda?, entonces los invito a las doce de la noche, recuérdenlo, donde estuvo en convento de las Capuchinas.

FUENTE: http://exponoticias.net

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