martes, 12 de septiembre de 2017

El Ahorcado


El domingo 7 de marzo de 1649, los vecinos de la ciudad de México que transitaban por las calles del Reloj y delante de las Casas Arzobispales, como a las once horas de la mañana, presenciaban admirados un espectáculo muy frecuente en aquella época, pero con un aspecto singular.

En una mula iba el cadáver de un portugués; y al son de trompeta y voz de pregonero, se hacía público el delito que había cometido en vida: – mientras oían misa los presos de la Cárcel de Corte, este hombre, que había quedado en la enfermería a excusas de que estaba malo, y que se hallaba allí preso por haber asesinado a un alguacil del pueblo de Iztapalapan, se bajó a las secretas y se ahorcó – Aquí el pregonero tomó aliento y continuó: – Se pidió licencia al Arzobispado para ejecutar en él la pena capital a que había sido condenado por el homicidio del alguacil de Iztapalapan, pues sin esa licencia no se le podía ejecutar, por ser hoy día domingo. Concedió el permiso la autoridad eclesiástica; y la Justicia ordena que hoy sea ahorcado el difunto en la Plaza Mayor de esta ciudad, para que sirva de escarmiento y de ejemplo –


Poco a poco el número de los vecinos curiosos que seguían al cadáver, creció mucho. Después del paseo por las calles, la comitiva y cuerpo inanimado, hizo alto en la Plaza Mayor, y al difunto lo ahorcaron frente al Real Palacio. Dejaron colgado el cadáver muchas horas; y como desde en la mañana de aquel día se levantó un aire tempestuoso, y mucho polvo, que arrancaba los tejados, levantaba los mantos y las faldas de las mujeres, las capas de los hombres; que arrebataba sombreros, ropas tendidas en las azoteas; que cerraba y abría las puertas de ventanas, balcones y zaguanes; que hacía volar las sombras de petates de los puestos de la plaza; que silbaba a veces iracundo y a veces quejumbroso; que, en fin, era tan fuerte que había instantes en que se tocaban solas y lúgubremente las campanas de las torres de los templos y de los monasterios; todos los vecinos espantados atribuyeron el huracán que soplaba y el polvo que se remolinaba en las calles y plazuelas, al crimen perpetrado por el portugués en el alguacil de Iztapalapan y en su propia persona.


Y como era domingo, los muchachos de la ciudad oyendo lo que se contaban en sus casas, creyeron que el portugués suicida era el mismo demonio; fueron gritando y pregonando por las calles hasta llegar a la Plaza Mayor. Le hacían cruces al cadáver del ahorcado, diciendo que era el diablo y que por él rugía el viento y rabiaba el polvo en furiosos remolinos. Le estuvieron apedreando por gran rato, hasta que bajaron los ministros de la Justicia el cuerpo de aquel desgraciado portugués y lo condujeron a la albarrada de San Lázaro, donde lo arrojaron en las aguas pestilentes de los lagos.

Cuenta la leyenda que desde entonces cada viento o remolino lleva consigo el alma penante de aquel suicida, que al no tener santa sepultura permanecerá vagando por la eternidad como penitencia.

FUENTE: https://mitosyleyendas.org.mx

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