Los monstruos eran para las antiguas mitologías como la griega, seres híbridos provenientes de tierras lejanas y desconocidas que nada tenían que ver con la intervención humana o satánica, sin embargo, conforme avanzó la historia, los monstruos comenzaron a ser vistos de manera muy distinta. Les sorprenderá saber que en una época tan llena de supersticiones como lo fue el siglo XVI, los monstruos estaban completamente disociados de la mitología y también de las fuerzas del maligno, los monstruos que antiguamente encarnaban la figura del minotauro, las sirenas, los dragones o los tritones, pronto pasaron a convertirse en niños cornudos, con trompa, sin boca o cualquier otra deformidad que estuviera fuera del entendimiento de aquellos tiempos.
En una época en la que existía una encarnizada lucha contra el demonio, traducida en sangrientas cacerías de brujas, los monstruos, sorpresivamente, no formaban parte de las filas del mal, el origen de los monstruos era totalmente divino, de hecho, el origen de la palabra monstruo se encuentra en el francés antiguo “monstre,” derivado a su vez del latín “monstrum” cuya raíz “monere” significa “advertir.” Esta advertencia la encontramos claramente en Des monstres et prodiges, un libro escrito por Ambroise Paré y publicado en 1573, donde el origen de los monstruos podía deberse a cualquiera de las siguientes causas:
Las causas de estos monstruos son muchas. La primera es la gloria de Dios. La segunda su ira. La tercera, la cantidad excesiva de semen. La cuarta, la cantidad insuficiente de semen. La quinta, la imaginación (por ejemplo, los “antojos” de las madres encintas, que producen efectos reales). La sexta, la estrechez o pequeñez de la matriz. La séptima, la postura indecente de la madre, cuando, estando embarazada, se sienta demasiado tiempo con las piernas cruzadas o apretadas contra el vientre. La octava, por la caída o los golpes dados contra el vientre de la madre estando embarazada. La novena, la enfermedades hereditarias o accidentales. La décima, la descomposición o corrupción del semen. La decimoprimera, la mezcla de semen. La decimosegunda, las artimañas de los mendicantes malintencionados del hospital. La decimotercera, la intervención de los demonios o diablos.
Como podemos ver, en el siglo XVI se creía tanto en la existencia de demonios, como en la de monstruos; sin embargo, los primeros (contra quienes realmente debía lucharse a toda costa) apenas lograban intuirse con la marca del diablo, con supuestos aquelarres y pactos satánicos; mientras que los segundos eran visibles a cualquier ojo y eran producto de errores humanos, de malos comportamientos y, por ende, eran castigos divinos enviados a los padres (generalmente la madre) por sus fallas y debilidades.
De acuerdo con Paré, la única intervención demoniaca para engendrar monstruos es la decimotercera; pero en definitiva, los monstruos estaban relacionados con la voluntad divina para enmendar comportamientos inmorales, en esta época se creía además que el nacimiento de un monstruo era señal indiscutible de que una gran catástrofe (epidemias, tempestades, etc.) se acercaba; estas catástrofes eran también un castigo divino, ya no sólo contra los padres que habían obrado mal, sino contra todo un pueblo que comenzaba a transgredir las normas morales.
Los monstruos del siglo XVI podían inspirar miedo o repugnancia; sin embargo, nunca representaron una amenaza diabólica, sino la voluntad de dios para castigar comportamientos reprochables en los humanos.
FUENTES: http://lascosasquenuncaexistieron.com/ http://www.monstropedia.org/
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