sábado, 13 de noviembre de 2010

¿De dónde viene el mal de ojo?

 

El genio alemán Johann Wolfgang von Goethe escribió que “la superstición es la poesía de la vida”. A pocos visitantes de este club debe extrañar esa metáfora, porque si hay algo que enriquece las vivencias de los curiosos irredentos es la inminencia del miedo. El primer episodio de pánico que recuerdo de niño fue la enésima vez que caí enfermo y me llevaron a casa de una curandera para que me hiciera un rezo. La mujer usó el clásico huevo, que luego leyó en un caso de vidrio. Me parece recordar que diagnosticó justamente mal de ojo o quizás lo quiero creer así, porque mi condición enfermiza daba para pensar cualquier cosa. Y claro, semejante veredicto también daba para lo que fuera, como una excusa vieja, porque la idea del mal de ojo es una de las creencias más antiguas del mundo. Una de las primeras referencias está en el Museo Británico: se trata de una inscripción asiria del año 700 antes de Cristo, durante el reinado de Asurbanipal, que sería un conjuro contra el mal de ojo.

Goethe llegó a decir que el miedo es una perturbación inherente a la naturaleza humana. Estamos ante una certeza unánime. El miedo “nació con el hombre en la más remota de las edades”, a decir de Jakov Lind, el célebre escritor austriaco que sobrevivió al holocausto nazi. Ninguna expresión más fiel a esta premisa que el mal de ojo. El especialista en historia de la medicina Benjamin Lee Gordon aporta datos certeros para confirmarlo: “Cuando el Pentateuco fue escrito la creencia en el mal de ojo ya se había expandido entre los babilonios, egipcios, persas y otros pueblos contemporáneos. Los hebreos se unían contra esa superstición. Numerosos pasajes del Viejo Testamento condenan la práctica del mal de ojo”.


Diversas culturas daban explicaciones distintas a la naturaleza de ese supuesto poder maligno que emanaba de las pupilas. “Algunos filósofos griegos como Plutarco explicaban el fenómeno del amor a partir de un ojo benigno. Los ojos de la mujer o del hombre encantan a la pareja de tal modo que cada uno se convierte en esclavo del otro. La creencia general, sin embargo, era que la influencia del ojo era solo para el mal”, explica Gordon en el libro The Romance of Medicine (F.A. Davis Company, 1944). Según esta referencia, era consenso entre los griegos que algunas personas tenían un poder devastador sobre niños, animales e incluso objetos sobre los que posaban la mirada a voluntad. “Esta creencia no estaba menos arraigada entre los romanos. Plinio el Joven contaba de cierta mujer de Scythia que podía matar hombres y hacer que las plantas se marchitaran con solo verlas”.

El temor alcanzó niveles de paroxismo en la Edad Media, la más oscura de todas. En esos tiempos de pestes devastadoras, cualquier malestar era atribuido a la mirada de unos ojos perversos. El miedo se mantuvo en la Edad Moderna. “En Inglaterra de fines del siglo XVII la terrible epidemia de Muerte Negra, que arrasó con pueblos enteros, fue atribuida al mal de ojo. Se pensaba que incluso la mirada de los perturbados ojos de un enfermo era suficiente para transmitir la infección a aquellos sobre los que caía”, señala Gordon.

Doscientos años después, en 1881, un periódico ruso dio cuenta de la persistencia del pánico: según la noticia, el gobierno conmutó la pena de muerte a un convicto para investigar sus ojos maléficos. Al tipo lo dejaron tres días sin comer y con una lonja de pan inalcanzable como señuelo. Tres días después, los científicos a cargo del estudio analizaron el pedazo de pan y encontraron que contenía una sustancia venenosa. Esos resultados no probaban nada, pero “el hecho de que fueran publicados por un periódico muestra la disposición del público a creer, incluso en tiempos modernos, en los poderes sobrenaturales del ojo”.


El propio investigador recopiló varios casos acerca de esta creencia durante su práctica médica. “En El Cairo vi dos casos de catarata juvenil en una misma familia. En cada caso, los cambios calcáreos en el cristalino aparecieron a edad muy temprana. La madre culpaba a la mirada de una pariente celosa que no tenía hijos y padecía de la misma enfermedad”. En otra ocasión, una mujer llevó a su pequeño a la consulta a causa de un severo caso de estrabismo. Según su explicación, cuando el niño tenía dos días de nacido fue observado por un hombre con la misma afección, de quien se sospechaba que podía causar el mal de ojo.

Hay rastro de esta creencia en todas las culturas imaginables. Casi puede seguirse la evolución en la forma en que nuestra especie iba afrontando sus miedos. “Los hombres llevan amuletos, los animales no los llevan”, señala el historiador francés Jean Delumeau. Antiguamente se pensaba que ese poder maligno emanaba de un espíritu que habitaba en los ojos de ciertas personas. Por esa razón, cuenta Gordon, los romanos cerraban los párpados de los enfermos apenas morían, para evitar que ese espíritu escapara. No es posible establecer un origen exacto del mal de ojo, pero su efecto universal se evidencia en que cada pueblo ha inventado sus conjuros. Hace solo unas décadas, un rockero famoso inventó la mano cornuda para combatir el miedo a ser afectado por ojos malévolos desde el público. Mientras queden ojos para ver, habrá superstición y poesía.

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